La figura de Jesús.
¿Qué tenía Jesús que a unos encandilaba, a otros exasperaba y a nadie dejaba indiferente?
-Era una persona singular, extraordinaria, de la que emanaba un imán poderoso que seducía
Con el poder de su mirada y la fuerza de su doctrina.
Una persona desconcertante, que obra como enviado de Dios y realiza signos que conmueven e impresionan. Su forma de hablar, sus actitudes no son las propias de un rabí cualquiera. Está con los pobres, con los enfermos, con los marginados, con los proscritos, con los extranjeros y las viudas. Se compadece, perdona, ama y utiliza una infinita paciencia con sus amigos más cercanos, los Apóstoles, a quienes va descubriendo los pormenores del Reinado de Dios, su Padre. Pero éstos, que son conscientes de su poder, no entienden por qué no lo utiliza contra las fuerzas de ocupación romanas, enemigas de Israel, y se convierte en el salvador de su pueblo erigiéndose en rey como buen político triunfante y poniendo en su sitio a los leguleyos escribas y fariseos.
Les desconcierta su humildad, su misericordia con todo tipo de personas, su independencia frente a los poderes establecidos, su acogida a la gente necesitada.
¿Por qué no se manifiesta de una vez y restablece la soberanía de Israel?
¿Llenará por fin las anhelantes expectativas, lanzará su poderío para desconcierto de los enemigos y regocijo de sus partidarios?
El Juicio Final.
“Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre...” Mateo 25, 31).
El corazón se enciende, pero sus palabras no son las propias de un político que practica la demagogia y quiere complacer las aspiraciones de todos. Siembra la decepción, porque está muy lejos de la venganza, el revanchismo, el espíritu justiciero que anidaba en el alma del pueblo. Quizás esperaban un buen rapapolvo para todos los opresores y llamas de condenación. El Trono de Dios- qué paradoja- se asienta sobre el amor, no sobre coronas, oropeles, ostentación, lujo, parafernalia y poderío militar.
No entienden qué tipo de Reino predica, pero siguen con quien ha ido sembrando en sus corazones el amor. Tampoco lo terminamos de entender los hombres y mujeres de hoy a quienes nos gustaría un Dios más intolerante, peleón y belicoso con los tiranos, asesinos y gente de mal vivir. Que se limpiara el mundo de injusticias, pero sin necesidad de que cambiemos nosotros.
Y, sin embargo, la escena del Juicio Final- que también los musulmanes contemplan en su religión- nos adentra en el mundo de lo real- de la mayoría de los humanos- del que queremos huir o escondernos. Es el mundo de Dios, siempre preparado para sembrar la utopía de una sociedad nueva, equipada para acompañar a los débiles, vacilantes, hambrientos y desahuciados de la Tierra. No es ciertamente nuestra sociedad globalizada, la de las multinacionales, la del soporte de los poderosos.
Cada día somos testigos de las grandes miserias que hieren a los hombres a través de imágenes sobre los niños hambrientos de Africa, de la sequedad que asola a muchos países, de los emigrantes explotados, de las luchas de razas, de los enfermos de sida, malaria, de los encarcelados en prisiones injustas, de los refugiados y perseguidos por pertenecer a otra etnia, confesión religiosa o partido político rival. Mientras nosotros, habituales espectadores televisivos, hacemos costosas dietas de adelgazamiento, derrochamos agua, electricidad, cosas superfluas. Deben hacernos daño y cuestionarnos por dentro estas palabras de Jesús en el evangelio, sobre todo cuando habla también de malaventuranzas: “tuve hambre y no me disteis de comer, sed y no me disteis de beber, era peregrino y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo o en la cárcel y no vinisteis a verme.
Los “ateos cristianos”.
Es curioso constatar que, si bien las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña que escuchábamos el día de Todos los Santos, representan las del pueblo cristiano, las de hoy son las de los que no forman parte del mismo. Lo expresaba San Agustín en una especie de parábola, cuando hablaba de los “ateos cristianos”; es decir: los que están cerca de los pobres y de los que sufren; los que fomentan la justicia y buscan aliviar las tristezas; los que invierten su tiempo en quehaceres nobles en ayuda de los demás.
No olvidemos que la etiqueta de “cristiano” no sirve si no va acompañada de las buenas obras. Son múltiples las oportunidades que se nos ofrecen a lo largo de la vida para manifestar nuestro compromiso de fe. Si no lo hacemos, si nos comportamos como “cristianos ateos”, viviendo ajenos al proyecto de Dios ¿cómo podremos ser aprobados en el amor al atardecer de nuestra vida, cuando el Señor nos llame a su presencia?
En este examen del amor, según el evangelio de hoy, los “ateos cristianos”superan con creces la prueba; no así los “cristianos ateos”.
Jesús ya lo había anticipado al curar al siervo del centurión: “vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa de Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de Dios; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán afuera, a las tinieblas” (Mt.5,11-13)
La pertenencia al Pueblo de Dios no se demuestra exhibiendo un carnet o de boquilla, sino con obras y de verdad.
Esperemos que esta Eucaristía, con la que cerramos el año litúrgico, nos conciencie y nos haga despertar de nuestra pasividad y letargo, y contribuyamos con nuestro esfuerzo a construir el Reino de Dios, que es nuestra Patria definitiva. El premio merece la pena.
-Era una persona singular, extraordinaria, de la que emanaba un imán poderoso que seducía
Con el poder de su mirada y la fuerza de su doctrina.
Una persona desconcertante, que obra como enviado de Dios y realiza signos que conmueven e impresionan. Su forma de hablar, sus actitudes no son las propias de un rabí cualquiera. Está con los pobres, con los enfermos, con los marginados, con los proscritos, con los extranjeros y las viudas. Se compadece, perdona, ama y utiliza una infinita paciencia con sus amigos más cercanos, los Apóstoles, a quienes va descubriendo los pormenores del Reinado de Dios, su Padre. Pero éstos, que son conscientes de su poder, no entienden por qué no lo utiliza contra las fuerzas de ocupación romanas, enemigas de Israel, y se convierte en el salvador de su pueblo erigiéndose en rey como buen político triunfante y poniendo en su sitio a los leguleyos escribas y fariseos.
Les desconcierta su humildad, su misericordia con todo tipo de personas, su independencia frente a los poderes establecidos, su acogida a la gente necesitada.
¿Por qué no se manifiesta de una vez y restablece la soberanía de Israel?
¿Llenará por fin las anhelantes expectativas, lanzará su poderío para desconcierto de los enemigos y regocijo de sus partidarios?
El Juicio Final.
“Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre...” Mateo 25, 31).
El corazón se enciende, pero sus palabras no son las propias de un político que practica la demagogia y quiere complacer las aspiraciones de todos. Siembra la decepción, porque está muy lejos de la venganza, el revanchismo, el espíritu justiciero que anidaba en el alma del pueblo. Quizás esperaban un buen rapapolvo para todos los opresores y llamas de condenación. El Trono de Dios- qué paradoja- se asienta sobre el amor, no sobre coronas, oropeles, ostentación, lujo, parafernalia y poderío militar.
No entienden qué tipo de Reino predica, pero siguen con quien ha ido sembrando en sus corazones el amor. Tampoco lo terminamos de entender los hombres y mujeres de hoy a quienes nos gustaría un Dios más intolerante, peleón y belicoso con los tiranos, asesinos y gente de mal vivir. Que se limpiara el mundo de injusticias, pero sin necesidad de que cambiemos nosotros.
Y, sin embargo, la escena del Juicio Final- que también los musulmanes contemplan en su religión- nos adentra en el mundo de lo real- de la mayoría de los humanos- del que queremos huir o escondernos. Es el mundo de Dios, siempre preparado para sembrar la utopía de una sociedad nueva, equipada para acompañar a los débiles, vacilantes, hambrientos y desahuciados de la Tierra. No es ciertamente nuestra sociedad globalizada, la de las multinacionales, la del soporte de los poderosos.
Cada día somos testigos de las grandes miserias que hieren a los hombres a través de imágenes sobre los niños hambrientos de Africa, de la sequedad que asola a muchos países, de los emigrantes explotados, de las luchas de razas, de los enfermos de sida, malaria, de los encarcelados en prisiones injustas, de los refugiados y perseguidos por pertenecer a otra etnia, confesión religiosa o partido político rival. Mientras nosotros, habituales espectadores televisivos, hacemos costosas dietas de adelgazamiento, derrochamos agua, electricidad, cosas superfluas. Deben hacernos daño y cuestionarnos por dentro estas palabras de Jesús en el evangelio, sobre todo cuando habla también de malaventuranzas: “tuve hambre y no me disteis de comer, sed y no me disteis de beber, era peregrino y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo o en la cárcel y no vinisteis a verme.
Los “ateos cristianos”.
Es curioso constatar que, si bien las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña que escuchábamos el día de Todos los Santos, representan las del pueblo cristiano, las de hoy son las de los que no forman parte del mismo. Lo expresaba San Agustín en una especie de parábola, cuando hablaba de los “ateos cristianos”; es decir: los que están cerca de los pobres y de los que sufren; los que fomentan la justicia y buscan aliviar las tristezas; los que invierten su tiempo en quehaceres nobles en ayuda de los demás.
No olvidemos que la etiqueta de “cristiano” no sirve si no va acompañada de las buenas obras. Son múltiples las oportunidades que se nos ofrecen a lo largo de la vida para manifestar nuestro compromiso de fe. Si no lo hacemos, si nos comportamos como “cristianos ateos”, viviendo ajenos al proyecto de Dios ¿cómo podremos ser aprobados en el amor al atardecer de nuestra vida, cuando el Señor nos llame a su presencia?
En este examen del amor, según el evangelio de hoy, los “ateos cristianos”superan con creces la prueba; no así los “cristianos ateos”.
Jesús ya lo había anticipado al curar al siervo del centurión: “vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa de Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de Dios; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán afuera, a las tinieblas” (Mt.5,11-13)
La pertenencia al Pueblo de Dios no se demuestra exhibiendo un carnet o de boquilla, sino con obras y de verdad.
Esperemos que esta Eucaristía, con la que cerramos el año litúrgico, nos conciencie y nos haga despertar de nuestra pasividad y letargo, y contribuyamos con nuestro esfuerzo a construir el Reino de Dios, que es nuestra Patria definitiva. El premio merece la pena.