(Num 6,22-27) "Bendígate el Señor y te guarde"
(Gal 4,4-7) "Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer"
(Luc 2,16-21) "María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón"
Homilía en la Misa de la solemnidad de la Madre de
Dios (1-I-1988)
--- La familia humana de los
hijos de Dios
--- Maternidad de María
--- Filiación divina, base de la humanidad
--- Maternidad de María
--- Filiación divina, base de la humanidad
--- La familia humana de los hijos de Dios
“Cuando se cumplió el tiempo” (Gal 4,4).
Saludamos a esta nueva fase del tiempo humano, fijando
la mirada en el misterio que indica la plenitud del tiempo.
Este misterio lo anunció el Apóstol en la Carta a los
Gálatas, con las palabras siguientes: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios
a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal 4,4).
La plenitud del tiempo.
El tiempo humano del calendario no tiene una plenitud
propia. Significa sólo el hecho de pasar. Sólo Dios es plenitud, plenitud
también del tiempo humano. Esta se realiza en el momento en que Dios entra en
el tiempo del pasar terreno.
¡Año Nuevo: Te saludamos a la luz del misterio del
nacimiento divino! Este misterio hace que tú, tiempo humano, al pasar, seas
partícipe de lo que no pasa. De lo que tiene por medida la eternidad.
El Apóstol ha manifestado todo eso en su Carta de una
forma quizá más sintética y penetrante.
“Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser
hijos por adopción” (Gal 4,4-5). Ésta es la primera dimensión del misterio, que
indica la plenitud del tiempo. Y después está la segunda dimensión, unida
orgánicamente a la primera: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones
el espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá (Padre)” (Gal 4,6).
Precisamente este “Abbá, Padre”, este grito del Hijo,
que es consustancial al Padre, esta invocación dictada por el Espíritu Santo a
los corazones de los hijos y de las hijas de esta tierra, es signo de la
plenitud del tiempo.
El reino de Dios se manifiesta ya en este grito, en
esta palabra “Abbá, Padre”, pronunciada desde la profundo del corazón humano en
virtud del Espíritu de Cristo.
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo que clama: “Abbá, Padre”. Los que puedan hablar así -los que tengan el
mismo Padre- ¿acaso no son una sola familia?
El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la
tierra” hasta hacernos “a su imagen y semejanza”. Y permanece fiel a este
“soplo” que marcó el “comienzo” del hombre en el cosmos.
Y cuando, en virtud del Espíritu de Cristo, clamamos a
Dios “Abbá, Padre”, entonces, en ese grito, en el umbral del año nuevo, la
Iglesia expresa por medio de nosotros también el deseo de la paz en la tierra.
Ella reza así:
“El Señor se fija en ti -familia humana de todos los
continentes- y te conceda la paz” (cfr. Núm 6,26).
--- Maternidad de María
“Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”.Desde el
comienzo de la historia terrena del hombre, camina la mujer por la tierra. Su
primer nombre es Eva, madre de los vivientes. Su segundo nombre queda unido a
la promesa del Mesías en el Protoevangelio.
El segundo nombre, el de la Mujer eterna, atraviesa
los caminos de la historia espiritual del hombre y es revelado solamente en la
plenitud del tiempo. El nombre es “Myriam”, María de Nazaret. Desposada con un
hombre cuyo nombre era José, de la casa de David. María, ¡Esposa mística del
Espíritu Santo!
En efecto, su maternidad no proviene “ni de amor
carnal ni de amor humano” (cfr Jn 1,13) sino del Espíritu Santo.
La maternidad de María es la Maternidad divina, que
celebramos durante toda la octava de Navidad, pero de modo particular hoy, día
1 de enero.
Vemos esta maternidad de María a través del “Niño
acostado en el pesebre” (Lc 2,16), en Belén, durante la visita de los pastores:
los primeros que fueron llamados a acercarse al misterio que marca la plenitud
del tiempo.
El Niño de pecho que está acostado en el pesebre había
de recibir el nombre de “Jesús”. Con este nombre lo llamó el Ángel en la
Anunciación “antes de su concepción” (Lc 2,21). Y con este nombre es llamado
hoy, el octavo día después del nacimiento, el día prescrito por la ley de
Israel.
Pues el Hijo de Dios “ha nacido bajo la ley, para
rescatar a los que estaban bajo la ley”. Así escribe el Apóstol (cfr Gal
4,4-5).
Esa sumisión a la ley -herencia de la Antigua Alianza-
debía abrir el camino a la Redención por medio de la sangre de Cristo, abrir el
camino a la herencia de la Nueva Alianza.
María está en el centro de estos acontecimientos.
Permanece en el corazón del misterio divino. Unida más de cerca a esa plenitud
del tiempo, que se une a su maternidad. Ella permanece al mismo tiempo como el
signo de todo lo que es humano.
¿Quién es signo de lo humano más que la mujer? En ella
es concebido, y por ella viene al mundo el hombre. Ella, la mujer, en todas las
generaciones humanas lleva en sí la memoria de cada hombre. Porque cada uno ha
pasado por su seno materno.
Sí. La mujer es la memoria del mundo humano. Del
tiempo humano, que es tiempo de nacer y de morir. El tiempo del pasar.
Y María también es memoria. Escribe el Evangelista: “Y
María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19).
Ella es la memoria originaria de esos problemas, que
vive la familia humana en la plenitud de los tiempos. Ella es la memoria de la
Iglesia. Y la Iglesia asume por Ella las primicias de lo que incesantemente
conserva en su memoria... y hace presente.
La Iglesia aprende de la Madre de Dios la memoria “de
las grandes obras de Dios” hechas en la historia del hombre. Sí. La Iglesia aprende
de María a ser Madre: “Mater Ecclesiae!”.
Ahora el día de su Maternidad, nos dirigimos a Ella, a
la Madre de Dios, para que “conserve y medite en su corazón” “todos los
problemas” de estos pueblos.
--- Filiación divina, base de la humanidad
Dios mandó a su Hijo “nacido de mujer”. Mediante el
nacimiento de Dios en la tierra participamos en la plenitud del tiempo.
Y esta plenitud la lleva a cabo en nuestros corazones
el Espíritu del Hijo, que confirma en nosotros la certeza de la adopción como
hijos. Y así, desde la profundidad de esta certeza desde la profundidad de la
humanidad renovada con la “deificación”, como proclama y profesa la rica
tradición de la Iglesia Oriental, desde esta profundidad clamamos, bajo el
ejemplo de Cristo: “Abbá, Padre”. Y al clamar así, cada uno de nosotros se da
cuenta de que “ya no es esclavo sino hijo”.
“Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de
Dios” (Gal 4,7).
¿Sabes tú, familia humana, lo sabes, hombre de todos
los países y continentes, de todas las lenguas naciones y razas..., sabes tú de
esta herencia?
¿Sabes que está en la base de la humanidad?
¿Y de la herencia de la libertad filial?
¡Cristo Jesús! ¡Hijo del Eterno Padre, Hijo de la
Mujer, Hijo de María, no nos dejes a merced de nuestra debilidad y de nuestra
soberbia!
¡Plenitud encarnada! ¡Permanece en el hombre, en cada
una de las fases de su tiempo terreno! ¡Sé Tú nuestro Pastor! ¡Sé nuestra paz!
DP-2 1988
"Envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer" (2 lect). Todo hombre tiene una madre que lo ha
concebido en su seno. Pero el Altísimo al dar la persona divina de su Hijo para
ser envuelta en el seno de una mujer y ésta le permitiera hacerse hombre, eleva
esa maternidad a una dignidad casi infinita. María alumbró al hijo más perfecto
que pudiera nacer. La maternidad divina de María nos lleva al corazón del
misterio cristiano. Como se declaró en el 2º C. de Constantinopla, no es que un
ser humano naciera de María y, luego, descendiera el Verbo a tal hombre, sino
que fue del seno de María de donde nació el Verbo hecho hombre. Desde entonces
los Padres de la Iglesia declararon solemnemente lo que en la Sgda Escritura y
en la Tradición se enseñaba: María es Theotókos.
El título de Madre de
Dios lo encontramos en esa oración que se remonta al año 300 y que todavía hoy
rezamos: "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios, no
desoigas nuestras súplicas... Es el privilegio más alto concedido a un ser
humano por ser madre de una criatura prodigiosa: Cristo, creador de una
humanidad nueva.
María es aquella Mujer
prometida en el paraíso; la Mujer de las bodas de Caná; la Mujer del Calvario;
la Mujer del Apocalipsis; la que reúne en torno suyo a sus hijos para orar,
preparando así la venida del Espíritu Santo. Ella ha introducido lo humano en
el Reino de los Cielos el día de la Ascensión de su Hijo. Ella misma fue
llevada en cuerpo y alma a los cielos con gran alegría de los ángeles.
Hagamos nuestras estas
palabras de Juan Pablo II: ¡Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y
reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie
podrá saludarte nunca de un modo mejor que como lo hizo un día el Arcángel en
el momento de la Anunciación...son las palabras con las que Dios mismo, a
través de un mensajero, te ha saludado a Ti, la Mujer prometida en el Edén, y
desde la eternidad elegida como Madre del Verbo".
Es una gran cosa
que el año comience con esta Solemnidad que nos habla del comienzo, gracias a
María, de una vida nueva en Jesucristo. Toda una invitación a vivir con una fe
y un amor nuevo, más vibrante, el año que hoy estrenamos.
«¡Salve, Santa Madre
de Dios, que diste a luz al Rey que dirige los destinos del cielo y de la
tierra!»
I. LA PALABRA DE DIOS
Nm 6,22-27: «Invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo les bendeciré»
Sal 66,2-3.5.6.8: «El Señor tenga piedad y nos bendiga»
Ga 4,4-7: «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer»
Lc 2,16-21: «Encontraron a María y a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días le pusieron por nombre Jesús»
Sal 66,2-3.5.6.8: «El Señor tenga piedad y nos bendiga»
Ga 4,4-7: «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer»
Lc 2,16-21: «Encontraron a María y a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días le pusieron por nombre Jesús»
II. APUNTE
BÍBLICO-LITÚRGICO
La plenitud de los
tiempos no es un momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de
Dios. Pablo mira desde atrás, con la vista puesta en el único autor del futuro
del hombre: Dios. «Sólo con ojos de redimido puede llamar plenitud de los
tiempos» al momento de la Encarnación. El proyecto de Dios tiene un objetivo
primordial: la liberación del hombre. Dios, fiel a sí mismo, hace al hombre
libre. La primera es su Madre Santísima, primera entre los salvados y única en
la obra de Dios.
Tal como lo había
anunciado el ángel, al octavo día se impuso al niño el nombre de Jesús: «Dios
ayuda», «Dios salva». La mentalidad bíblica destaca que el nombre lleva consigo
una misión: «él salvará al pueblo de los pecados», y quién puede darla.
III. SITUACIÓN HUMANA
El hombre tiene ante
sí el formidable reto de la historia. Se le da desde ella la ocasión de hacerla
de manera que repercuta en beneficio propio y de los demás, de poner en juego
multitud de iniciativas. Quien se desentienda de ella es en cierto modo desleal
a su propia vocación humana.
Los cristianos sabemos que es precisamente en esta historia en la que Cristo irrumpe, para que nada fuera ya igual.
IV. LA FE DE LA
IGLESIA
La fe
– María, escogida para ser Madre del Hijo de Dios: "«Dios envió a su Hijo» (Ga 4,4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María»" (488).
– María, Madre de Dios: 495.
– Jesús, «Dios salva»: 430. 432.
– El nombre de Dios, presente en la Persona del Hijo: 432.
– María, escogida para ser Madre del Hijo de Dios: "«Dios envió a su Hijo» (Ga 4,4), pero para «formarle un cuerpo» (cf. Hb 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María»" (488).
– María, Madre de Dios: 495.
– Jesús, «Dios salva»: 430. 432.
– El nombre de Dios, presente en la Persona del Hijo: 432.
La respuesta
– El culto a la Santísima Virgen: "«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada»(Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano». La Santísima Virgen es «honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades..." (971; cf 1172).
– El culto a la Santísima Virgen: "«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada»(Lc 1, 48): «La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano». La Santísima Virgen es «honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades..." (971; cf 1172).
El testimonio
cristiano
– «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (San Agustín, virg.,3).
– «Celebramos hoy el octavo día del nacimiento del Salvador. Y veneramos tus maravillas, Señor, pues la que ha dado a luz es Madre y Virgen, y el que ha nacido es Niño y Dios. Con razón ha hablado el cielo, y los ángeles han anunciado su gozo; los pastores se alegraron, los magos fueron conducidos al pesebre; los reyes temblaron y coronaron con glorioso martirio a los inocentes» (San Agustín, 21 Sermón de Navidad).
Si Dios ha escogido a María como camino para encontrarse con la humanidad, la humanidad salvada por Cristo encontrará en la Virgen el camino para el encuentro con Dios.
– «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (San Agustín, virg.,3).
– «Celebramos hoy el octavo día del nacimiento del Salvador. Y veneramos tus maravillas, Señor, pues la que ha dado a luz es Madre y Virgen, y el que ha nacido es Niño y Dios. Con razón ha hablado el cielo, y los ángeles han anunciado su gozo; los pastores se alegraron, los magos fueron conducidos al pesebre; los reyes temblaron y coronaron con glorioso martirio a los inocentes» (San Agustín, 21 Sermón de Navidad).
Si Dios ha escogido a María como camino para encontrarse con la humanidad, la humanidad salvada por Cristo encontrará en la Virgen el camino para el encuentro con Dios.
HOMILÍA
EN LA SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
XLV JORNADA MUNDIAL DE
LA PAZ
Basílica Vaticana
Domingo 1 de enero de 2012
Queridos hermanos y
hermanas
En el primer día del
año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia extendida por el mundo la
antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado en la primera lectura: «El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su
favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta bendición
fue confiada por Dios, a través de Moisés, a Aarón y a sus hijos, es decir, a
los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un triple deseo lleno de luz, que brota
de la repetición del nombre de Dios, el Señor, y de la imagen de su rostro. En
efecto, para ser bendecidos hay que estar en la presencia de Dios, recibir
sobre sí su Nombre y permanecer bajo el cono de luz que parte de su rostro, en
el espacio iluminado por su mirada, que difunde gracia y paz.
Esta es también la
experiencia que han tenido los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el
Evangelio de hoy. Han tenido la experiencia de encontrarse en la presencia de
Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, delante de un
gran soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre»
(Lc 2,16). Ese niño, precisamente, irradia una luz nueva, que resplandece en la
oscuridad de la noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el
Nacimiento de Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre,
Jesús, que significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el
Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder su
gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf.
Tt 3,4).
María, la virgen,
esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer instante de su existencia
para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido la primera en ser colmada de
esta bendición. Ella es, como la saluda santa Isabel, «bendita entre las
mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está bajo la luz del Señor, en radio de acción
del nombre y el rostro de Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su
vientre». Así nos la presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a
conservar y meditar en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf.
Lc 2,19.51). El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene
de manera sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva
consigo, de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la
bendición de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y es ella quien
lleva la bendición; es la mujer que ha acogido en ella a Jesús y lo ha dado a
luz para toda la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la
gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo,
Señor nuestro» (Prefacio I de Santa María Virgen).
María es madre y
modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina y se ofrece a Dios
como «tierra fecunda» en la que él puede seguir cumpliendo su misterio de
salvación. También la Iglesia participa en el misterio de la maternidad divina
mediante la predicación, que esparce por el mundo la semilla del Evangelio, y
mediante los sacramentos, que comunican a los hombres la gracia y la vida
divina. La Iglesia vive de modo particular esta maternidad en el sacramento del
Bautismo, cuando engendra los hijos de Dios por el agua y el Espíritu Santo, el
cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà, Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual
que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe
acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la
paz que el mundo no se puede dar por sí mismo y que es tan necesaria siempre, o
más que el pan.
Queridos amigos, la
paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la síntesis de todas las
bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se encuentran se saludan
deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en el primer día del año,
invoca de modo especial este bien supremo, y, como la Virgen María, lo hace
mostrando a todos a Jesús, ya que, como afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra
paz» (Ef 2,14), y al mismo tiempo es el «camino» por el que los hombres y los
pueblos pueden alcanzar esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, llevando
en el corazón este deseo profundo, me alegra acogeros y saludaros a todos los
que habéis venido a esta Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la
Paz: Señores Cardenales; Embajadores de tantos países amigos que, como nunca en
esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el
compromiso por la promoción de la paz en el mundo; el Presidente del Consejo
Pontificio «Justicia y Paz», que junto al Secretario y los colaboradores
trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás Obispos y Autoridades
presentes; los representantes de Asociaciones y Movimientos eclesiales y todos
vosotros, queridos hermanos y hermanas, de modo particular los que trabajáis en
el campo de la educación de los jóvenes. En efecto, como ya sabéis, en mi
Mensaje de este año he seguido la perspectiva educativa.
«Educar a los jóvenes
en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada generación y, gracias a
Dios, la familia humana, después de las tragedias de las dos grandes guerras
mundiales, ha mostrado tener cada vez más consciente de ello, como lo
demuestra, por una parte declaraciones e iniciativas internaciones y, por otra,
la consolidación en los últimos decenios entre los mismos jóvenes de muchas y
diferentes formas de compromiso social en este campo. Para la Comunidad
eclesial, educar para la paz forma parte de la misión que ha recibido de
Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque el Evangelio de
Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero la Iglesia en los
últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que implica a las
conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la humanidad: la
exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de la educación.
¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar, porque en la era
actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad tecnológica, querer no solo
instruir sino educar no se puede presuponer, sino que es una opción; en segundo
lugar, porque la cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene
sentido todavía educar? Y, después, ¿educar para qué?
Lógicamente no podemos
abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya he tratado de responder en
otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar que, frente a las sombras que hoy
oscurecen el horizonte del mundo, asumir la responsabilidad de educar a los
jóvenes en el conocimiento de la verdad y en los valores fundamentales,
significa mirar al futuro con esperanza. En este compromiso por una educación
integral, entra también la formación para la justicia y la paz. Los muchachos y
las muchachas actuales crecen en un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más
pequeño, en donde los contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son
constantes, aunque no siempre dirigidos. Para ellos es hoy más que nunca
indispensable aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del
respeto recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes
están abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la
que crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso
intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los puede
proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar siempre y solo contando
con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de la familia y se
desarrolla en la escuela y en las demás experiencias formativas. Se trata
esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los adolescentes, a
desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido de justicia con el
respeto del otro, con la capacidad de afrontar los conflictos sin prepotencia,
con la fuerza interior de dar testimonio del bien también cuando supone
sacrificio, con el perdón y la reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres
y mujeres verdaderamente pacíficos y constructores de paz.