31 de julio de 2011

Comer juntos. Ciclo A.





Comer juntos.

El comer no es tan sólo un hecho fisiológico; lo es también cultural y social.
Así lo han entendido la mayor parte de los pueblos, que han visto en la comida una forma única de comunicación, de sintonía humana, de crear distensión y cercanía en torno a una mesa donde se puede confraternizar, dialogar, crecer en la mutua pertenencia, compartir las preocupaciones, los sueños, la vida en común, la solidaridad....

Dentro de la familia sentarse a comer todos juntos en torno al mantel marca esa unidad que tanto necesitamos, fomenta los lazos entre los distintos miembros y nos adentra en una verdadera humanización de todos los quehaceres de la vida.

A Jesús le gustaba asistir a banquetes, participar en la fiesta del alimento compartido, alegrarse con los comensales, dar junto a ellos gracias a Dios, porque la vida es regalo y es don, y el alimento expresión solidaria de esa vida.
Por eso el mismo Jesús nos lega como herencia el ágape fraterno, la Eucaristía, para que recordemos su presencia perenne y salvadora entre nosotros.

Hoy, en los países industrializados, se han operado cambios profundos que afectan a nuestra sociedad en las nuevas formas de comer: se recortan los lazos familiares, los alimentos se industrializan, está la tv que se convierte a menudo en el epicentro de toda la atención de los comensales silenciosos. La comida del mediodía se ha convertido para muchos en un hecho funcional. Nos vamos dando cuenta de que, poco a poco, deshumanizamos un gesto tan humano y tan entrañable como es el sentarnos a comer juntos, sin otros protagonistas que nosotros mismos..
En muchos hogares la mesa no sirve para que padres e hijos se encuentren; hay turnos de comida, otros se quedan en la empresa o salen a comidas de trabajo. Los vínculos familiares se deterioran por la falta de diálogo y comunicación, sobre todo en los niños, principales afectados por hogares rotos, que se refugian en el ordenador o en los juegos solitarios.


Dadles vosotros de comer.

El gesto de Jesús sentándose a la mesa con sus discípulos e invitando a la gente a compartir una sencilla comida, es un toque de atención para una sociedad enferma, como la nuestra, que se está atiborrando de cosas materiales, pero no ha logrado llenar sus necesidades espirituales más profundas. “Dadles vosotros de comer” (Mt 14,16)

¿Multiplicar los panes o multiplicar los corazones?
Podemos dar alimentos, pero tener el corazón frío. Y el problema del hambre es un problema de sensibilidad, de solidaridad, de conciencia humanitaria, pues es en el horno del corazón donde se amasa el mejor pan para saciar el hambre.
Hay muchas clases de hambre, pero ninguna tan dolorosa como la que ocasiona el desprecio y el desamor. ¿Cómo llenar esa hambre de amor, de comprensión, de escucha, de justicia?
¿Cómo abordar la soledad de los nuevos pobres de la sociedad moderna: ancianos solitarios, enfermos terminales, niños sin familia, madres abandonadas, mujeres maltratadas, delincuentes, drogadictos, alcohólicos, emigrantes sin papeles, gente sin hogar...
Todos necesitan el pan del amor y el reconocimiento de su dignidad como personas.

Todavía me conmueven las imágenes de numerosos subsaharianos ahogados en las playas de Tarifa huyendo de la geografía del hambre. Espectáculo dantesco que se repite con machacona cotidianidad, en tanto las mafias del comercio humano actúan sin escrúpulos, mientras otros ambicionamos aumentar nuestro producto interior bruto y gastamos el dinero a manos llenas en lo que no alimenta, como nos recuerda hoy el profeta Isaías (Is.55,2),
Nos llenamos de cosas superfluas, devoramos modas y quemamos ídolos con un apetito consumista que no tiene fin ¿Para qué? ¿Somos más felices por ello?


¿Por qué no rentabilizar mejor nuestro salario y compartir parte de él para aliviar las necesidades que reclaman más urgencia por nuestra parte?

No se trata de suscitar mala conciencia, sino de despertar inquietudes. Aportar nuestro pequeño trocito de pan, como el chico del evangelio, opera auténticos milagros, empezando por nosotros mismos, que recuperamos así la propia dignidad.

Hay personas que ofrecen su vida, su tiempo y su dinero para corregir estas desigualdades. Con su ejemplo nos retan a una solidaridad posible y necesaria, aunque el número de los hambrientos crezca, pero también crecerá al mismo tiempo nuestra esperanza.