23 de abril de 2010

Viernes de la 3ª semana de Pascua. Ciclo C.



Misa

PRIMERA LECTURA
Es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a los pueblos 

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 9, 1-20
En aquellos días, Saulo seguía echando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor. Fue a ver al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse presos a Jerusalén a todos los que seguían el nuevo camino, hombres y mujeres. En el viaje, cerca ya de Damasco, de repente, una luz celeste lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le decía: - «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Preguntó él: - «¿Quién eres, Señor?» Respondió la voz: - «Soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate, entra en la ciudad, y allí te dirán lo que tienes que hacer.» Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía. Lo llevaron de la mano hasta Damasco. Allí estuvo tres días ciego, sin comer ni beber. Había en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión: - «Ananías.» Respondió él: - «Aquí estoy, Señor.» El Señor le dijo: - «Ve a la calle Mayor, a casa de judas, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando, y ha visto a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista.» Ananías contestó: - «Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén. Además, trae autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre.» El Señor le dijo: - «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a pueblos y reyes, y a los israelitas. Yo le enseñaré lo que tiene que sufrir por mi nombre.» Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo: - «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo.» Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y lo bautizaron. Comió, y le volvieron las fuerzas. Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a predicar en las sinagogas, afirmando que Jesús es el Hijo de Dios.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial Sal 116, 1. 2 

R. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio,

Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos. R. 
Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre. R.
EVANGELIO
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida

Lectura del santo evangelio según san Juan 6, 52-59
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: - «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: - «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.» Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
Palabra del Señor.
DE REPENTE… UN EXTRAÑO.
23-04-2010
No tenía las mejores pintas del mundo. Vestía de mala manera, el pelo sin peinar, andaba arriba y abajo de la parroquia como de forma furtiva. Incluso el vicario parroquial me preguntó si le conocía (es una de mis especialidades conocer personas con pintas extrañas), pero yo ni me había fijado quién era y cuando le vi no le conocía. Como la entrada es libre en la parroquia entró y, como en nuestro barracón no es que haya mucho sitio para esconderse, dejamos de estar pendiente de él. Se sentó en su banco, rezó, escucho Misa y marchose, tan feliz. Es cierto que muchas veces juzgamos a la gente por su apariencia exterior, por su aspecto. Otras veces les juzgamos por sus actos, por lo que sabemos de él o por lo que nos han contado. Otras veces, simplemente, juzgamos. Le miramos como a un extraño que entra de pronto en nuestra vida, en nuestras parroquias, en nuestra comunidades, que ya tienen muy marcado su estilo y su forma de ser. Además es un movimiento universal, pasa igual si entra un tipo con alpargatas y pantalones sucios en una parroquia de un barrio elegante, como si entra otro con chaqueta, corbata y raya en medio en una parroquia de un barrio de los suburbios. La cosa es prejuzgar.
“El Señor le dijo: - «Ve a la calle Mayor, a casa de judas, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando, y ha visto a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista.» Ananías contestó: - «Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén. Además, trae autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre.» El Señor le dijo: - «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a pueblos y reyes, y a los israelitas. Yo le enseñaré lo que tiene que sufrir por mi nombre.» Salió Ananías” Hoy más que fijarme en San Pablo me he detenido en Ananías. El prejuicio de Ananías no estaba basado en la estética o en la empatía. Saulo era conocido por su saña, era meterse en la boca del lobo, dar en un momento con los huesos en la cárcel o aún peor. Es normal que tuviese alguna reticencia. Sería como ir a imponerle el escapulario del Carmen a Leire Pajín. Sin embargo el Señor le dice “Anda, ve” y va. Ojalá cada uno de nosotros tuviésemos esa confianza. Antes que juzgar a nadie -que insisto mil veces no nos corresponde-, tenemos que tener la certeza absoluta de que Dios puede cambiar cualquier corazón, enderezar al más torcido, perdonar cualquier pecado, iluminar la más absoluta obscuridad y hacer santo al más empedernido pecador. Los seguidores de Cristo no estamos para juntarnos entre nosotros y cantarnos salmos, sino meternos en la entraña del mundo siendo sal y luz para que sólo Cristo se luzca.
“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.” Tal vez si llegamos al cielo por la misericordia de Dios nos daremos cuenta de los milagros que la Eucaristía realiza en las almas. Quien acude delante del Sagrario no puede quedar indiferente y, sea como sea, puede ser de Dios. ya no será un extraño, sino un hermano.
Que nuestra Madre, la de todos, la del cielo, la Santísima Virgen María, nos ayude a tener un corazón que acoja a todos y les dejemos acercarse a Dios; a fin de cuenta todos son sus hijos, hasta los extraños.

Archidiocesis de Madrid.-